El escritor y maestro de periodistas mezcló sus dos formas de narrar con resultados notables en La novela de Perón y Santa Evita. Trabajó en La Opinión y Primera Plana y fue el creador del primer suplemento literario de Página/12, Primer Plano.
Por Silvina Friera
Los azares del periodismo lo acercaron con insistencia al tema de la muerte. Hacia mediados de los ’60 advirtió, en Hiroshima y Nagasaki, que “un hombre puede morir indefinidamente, y que la muerte es una sucesión, no un fin”, según señaló en el prólogo de uno de sus mejores libros, el anfibio Lugar común la muerte, publicado durante su exilio en Caracas, en 1978. El escritor y maestro de periodistas Tomás Eloy Martínez murió ayer a los 75 años, tras una larga pulseada contra el cáncer. De niño, cuando tenía menos de diez años, escribió su primer cuento para burlar el castigo de sus padres, que le habían prohibido leer. Poco a poco el joven encontró en la ficción una forma de rebelión extrema. Por la imperiosa necesidad de ganarse la vida empezó a foguearse en La Gaceta de Tucumán, la ciudad donde había nacido en 1934; pero pasó por muchas redacciones como el semanario Primera Plana, la revista Panorama; dirigió el suplemento cultural del diario La Opinión y creó el primer suplemento literario de Página/12, Primer Plano.
Su fama de joven impetuoso y obstinado se confirmó con una anécdota que le contó a este diario cuando hace dos años publicó Purgatorio (Alfaguara), en la que exploró por primera vez los años de la última dictadura militar. El narrador de su última novela confiesa en un momento que le hubiera gustado ser poeta. A Tomás, qué duda cabe, también. ¿Quién no empezó escribiendo poemas? A los 14 años, como era un chico “muy osado”, se presentó a un concurso de poesía en Tucumán. “Y les gané a poetas extraordinarios, a los que admiraba y admiro mucho ahora –recordaba en esa entrevista–. Por suerte me pararon en ese camino, alguien que quizá no se acuerda de esta historia. Terminé un libro de poesía y me presenté a un concurso cuando tenía 17 años. Conocía muy bien a María Elena Walsh y le conté que iba a presentar un libro al concurso. Ella me dijo: ‘Mirá que yo soy una jurado muy rigurosa’. ‘Mejor’, le dije. Presenté el libro y no gané, lo ganó otro poeta, cordobés. En esa época me parecía que mi libro era mejor que el libro del cordobés. Y le dije: ‘María Elena, ¡premiaste a un poeta que me parece menor!’”. Muchacho bravo, nunca dejó de admitir que Walsh fue la responsable de que “un mal poeta” abandonara a tiempo la poesía.
Martínez llevó hasta las últimas consecuencias su convicción de que la escritura periodística es un acto de libertad. Cuando era director de la revista Panorama, en 1972, recibió la orden de publicar sobre Trelew sólo la versión oficial de los hechos que desembocaron en el fusilamiento de dieciséis guerrilleros, en agosto de ese año. La falsedad de la versión oficial era tan evidente que supo que no podía cometer esta falta de respeto con el periodismo. “Si bien no desmentí la versión oficial, escribí que si en este acto se ha derramado sangre sin un juicio justo iba a correr sangre. Lamentablemente, ese vaticinio resultó después cierto”, contó el escritor, que fue despedido por única vez de un medio periodístico por “daño a la empresa”. El periodista viajó a Trelew para averiguar de primera mano qué había pasado realmente. “Me encontré la primera manifestación pública contra el régimen militar de ese momento. Unas 12 mil personas se levantaron contra la toma de prisioneros dentro del pueblo y formaron una especie de comuna.” La pasión según Trelew, publicado en 1974, fue quemado durante la dictadura en una plaza de Córdoba y prohibido durante mucho tiempo. En 1975, amenazado por la Triple A, debió exiliarse en Caracas, donde fundó El Diario. “Al condenarme al exilio tuve que trabajar como un alfarero, peor, como un carpintero, escribiendo libros que firmaban otros para poder sobrevivir y mandar algún dinero a los hijos que tenía aquí”, se quejaba el escritor al repasar su vida en Venezuela.
Su primera ficción, La novela de Perón (1985), arrancó como un trabajo de investigación periodística “muy acucioso”, que nació de la necesidad de “enmendarle la plana a Perón”, como confesó el año pasado, cuando se presentó la Biblioteca Tomás Eloy Martínez, la reedición de toda su obra que viene llevando a cabo la editorial Alfaguara. El escritor se dio cuenta de que Perón le estaba ocultando hechos importantes de su vida. “Estaba usándome para construir su monumento personal”, evocaba Martínez. “Me dije que tenía que explorar qué había detrás de todo esto que Perón contaba y dónde estaba lo cierto y lo que no era cierto.” Toda esa exploración está narrada y referida en Las vidas del general (2004). “Cuando empecé a escribir La novela de Perón, durante el exilio, tenía una discusión cotidiana con un matemático que vivía enfrente de casa, Manuel Sadosky. Yo le decía que mi desafío era revelar la verdad en la misma dirección con que Sarmiento escribió el Facundo. El Facundo que ahora conocemos es el de Sarmiento y no el Facundo real; yo quería que el Perón que conocieran las generaciones futuras fuera el de mi novela. ‘No querés poca cosa vos’, me decía Manuel. Perón devora todo porque tiene su propia ley de gravedad. Pero me bastaba con que mi novela lo desafiara”, subrayó el escritor, que dirigió durante muchos años el programa de Estudios Latinoamericanos de la Rutgers University, de Nueva Jersey, y fue uno de los referentes de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por su entrañable amigo Gabriel García Márquez.
Críticos y lectores suelen encasillar automáticamente a los escritores, sin importar que en el oficio de la escritura muchos, como Martínez, derramen la vida, los sueños, las energías. Aunque ya estaba con Santa Evita en la cabeza, antes de que se publicara (1995), prefirió avanzar sobre su novela tucumana La mano del amo (1991), para evitar que lo consideraran “un peronólogo, o peor que eso, un peronista, con todo respeto por el peronismo”, ironizaba el escritor, que en 2002 recibió el premio Alfaguara por su novela El vuelo de la reina. A este reconocimiento literario se agregaron el premio Ortega y Gasset de periodismo en 2009 que otorga el diario El País, donde fue columnista, y su incorporación en junio pasado a la Academia Nacional de Periodismo.
Martínez conservaba quizá un resabio de amargura por “cierta falta de reconocimiento como escritor”, como si con cada novela tuviera que rendir una “prueba de calidad” por “cometer el pecado de ser un excelente periodista”. Estaba convencido de que las mejores críticas a sus libros venían de Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Francia e Italia. Curiosamente, en la lista no estaba la Argentina. “Como he sido crítico, también sé que muchas veces se lee con el hígado, con las simpatías y antipatías personales”, decía el autor de Réquiem por un país perdido (2003) y El cantor de tango (2004). “Ahora me da lo mismo cómo leen, ya no me importa, pero sé que me van a leer con el hígado, con los riñones, con el buen o malhumor del día. Es decir que van a leerme como me quieren leer”. El hombre que se lanzó a la aventura de escribir uniendo dos grandes ríos que son afluentes de un mismo mar, el periodismo y la literatura, deja un puñado de libros inolvidables.