Las anécdotas lacanianas son todas verdaderas, incluso las que son falsas ya que, en buena doctrina, la verdad se distingue de la exactitud y tiene estructura de ficción. Todo lo que corre por ahí sobre el personaje de Lacan, de lo visto, de lo oído, de lo forjado, inventado, o simplemente mal-entendido, todo lo que lo difama o lo adula, converge para pintar al hombre de deseo, de pulsión incluso, que era. ¿Cómo no decir: "Ahí va uno, al menos, que no se deja engatusar?" Era rebelde, insurgente, exigente, hasta en las cosas más pequeña de la vida. Tal vez sea eso lo más difícil, una insurrección cotidiana, a cada instante, para avanzar en el camino propio, no dejarse distraer, no dejarse detener por los otros, por el otro, por la indiferencia del otro, por su tontería, su torpeza, su mala fe, es decir ¿qué, en definitiva? –sus síntomas. Y, a fin de cuentas, su inconsciente. Y la tontería de su goce.