El autor examina lo que llama “la excepción psicológica argentina”, donde “el psicólogo y la psicología ocupan, en la vida cultural, un lugar incomparable con el que tienen en otras partes del mundo”, en el marco de “una posición hegemónica del psicoanálisis”.
Por Alejandro Dagfal *
En la Argentina, el psicólogo y la psicología tienen un relieve muy particular. El lugar que ocupan en la vida cultural, el campo profesional y el ámbito académico sería difícilmente comparable al que detentan en otras partes del mundo. En otras latitudes, el psicólogo suele ser visto como un personaje lejano y misterioso, asociado al trabajo en laboratorios experimentales o a la administración de complejas pruebas. El “atenderse” con un psicólogo suele ser considerado como un recurso extremo, que sólo se justifica en caso de patología grave. Por ende, quien consulta a un psicólogo no lo cuenta alegremente, como quien dice que va al gimnasio o al supermercado. En nuestro país, sin embargo, el psicólogo y la psicología se han integrado plenamente al paisaje de lo cotidiano, dejando huellas de su presencia en el lenguaje y en las costumbres de una buena parte de la población urbana.
Al mismo tiempo, en el imaginario social, el personaje del psicólogo está íntimamente ligado al del psicoanalista, lo cual pone de manifiesto el impacto que han tenido la teoría y la práctica freudianas, tanto en la popularización de la psicología como en la formación del psicólogo. Sin embargo, esto que hoy se nos presenta con el carácter de lo obvio no deja de ser un verdadero problema histórico, más aún si se considera que, en nuestras costas, el psicoanálisis comenzó siendo una disciplina eminentemente médica, cuya asociación oficial no admitió a los “profanos” durante más de tres décadas. Por otra parte, el psicólogo no estuvo legalmente habilitado para practicar “la cura por medios verbales” hasta entrada la década de ’80. De modo que esta estrecha relación entre psicología y psicoanálisis, que ha servido de base a la formidable expansión de todo tipo de dispositivos clínicos, más que un postulado de base es el resultado de un proceso que necesita ser explicado.
Hoy en día, según estadísticas recientes, hay en la Argentina más de 60.000 psicólogos matriculados, entre los cuales se encuentra el autor de estas líneas. Por otra parte, en estos momentos, más de 63.000 alumnos están estudiando psicología en alguna de las diez carreras que existen en las universidades públicas, si es que no lo hacen en alguna de las que se dictan en universidades privadas, que ya son más de treinta. Ante semejante panorama, podría pensarse que la psicología argentina tiene una historia muy larga. Si bien es cierto que, como materia de conocimiento, ya tiene más de un siglo entre nosotros, en lo que respecta a su faz profesional se trata de una disciplina muy joven. De hecho, los primeros psicólogos empezaron a recibirse a principios de la década de 1960. Dicho de otro modo, ese profesional tan sui generis que es el psicólogo argentino es un invento reciente que aún no ha cumplido cincuenta años. Sus rasgos característicos, que durante un largo período parecieron ser estables y definidos, se constituyeron en realidad en un lapso relativamente corto. Sin embargo, en el presente, esos rasgos están modificándose aceleradamente, de tal suerte que no resulta tan simple vislumbrar qué será del psicólogo en nuestro país durante el siglo que se inicia. No obstante, si bien es imposible predecir el futuro, el examen del pasado puede aportar algunos elementos de juicio susceptibles de enriquecer los debates más actuales.
Seres excepcionales
Una rápida mirada al período 1942-1966, signado en el plano internacional por el panorama de la segunda posguerra, permite identificar algunos factores comunes y otros idiosincráticos del “caso argentino”. En efecto, durante esos años, al igual que en el resto del mundo occidental, en la Argentina tuvieron una amplia difusión los discursos de la salud mental, que venían a reemplazar el viejo higienismo, echando mano del psicoanálisis y las ciencias sociales. En un marco convulsionado, en el que se hacía necesario repensar los fundamentos mismos de la vida en comunidad, la psicología se nutrió de esos aires de cambio y de transformación social, desarrollando enfoques clínicos y preventivos basados en ese nuevo paradigma. Sin embargo, en el resto del mundo, las carreras de psicología que comenzaron a crearse en esa época abrevaron también en otras fuentes teóricas, que nunca llegaron a impactar de lleno en la Argentina. En general, las perspectivas objetivistas –en las cuales se basaban las diferentes psicologías consideradas “científicas”– jamás consiguieron implantarse de manera extendida en el Río de la Plata. Luego de la posguerra, mientras que en los ámbitos académicos de Europa y Estados Unidos comenzaban a reinar concepciones experimentales basadas en supuestos naturalistas o neopositivistas, en la Argentina la psicología se consolidaba como una disciplina de la subjetividad, más vinculada con el psicoanálisis, la filosofía y los debates políticos e intelectuales que con los circuitos internacionales de las ciencias psicológicas.
Lo inusitado del caso argentino es que esta posición hegemónica del psicoanálisis, una vez instaurada, nunca fue amenazada por otros modelos teóricos (al menos hasta los años ‘90). Por el contrario, el psicoanálisis en las carreras de psicología de otros países como Francia y Brasil –en los que conservó un arraigo importante después de los años ’60–, siempre debió disputar espacios con las vertientes consideradas científicas, que dominaban –y aún hoy lo hacen– en la mayoría de los organismos de investigación y en las instancias de decisión universitarias.
En nuestro país, después de la reacción antipositivista de los años ’30, las corrientes experimentales o naturalistas de cualquier signo apenas si lograron implantarse con fuerza en algunas universidades (no en las más grandes) y en ciertas instituciones no universitarias. En todo caso, luego de algunos debates iniciales, producidos entre fines de los 50 y principios de los 60, esas corrientes no tuvieron mayor incidencia en el perfil profesional del psicólogo. Contra la voluntad explícita de muchos de los fundadores de las carreras, los psicólogos argentinos permanecieron relativamente apartados de los circuitos de investigación durante varios lustros, al tiempo que, a partir de posiciones “de inspiración psicoanalítica” más o menos kleiniana, se volcaban masivamente a la práctica clínica privada y al trabajo en otras áreas (educación, orientación, prevención) en instituciones diversas.
Otro rasgo paradójico de este proceso en la Argentina es que el psicólogo fue adoptando este perfil tan particular sin tener ninguna conciencia de su propia excepcionalidad. Ya sea que se identificara con Sigmund Freud o Melanie Klein, con Jean Piaget o Daniel Lagache (o con una extraña mezcla de algunos de ellos, que sumaba también a otros autores), por lo general, el psicólogo argentino promedio –al menos en esa época– tendía a pensar que sus propias creencias eran algo así como una norma universal. En todo caso, no se trata de condenar ese estado de situación ni tampoco de idealizarlo como si fuese una especie de paraíso perdido.
¿Qué sucedió en el desarrollo de la psicología local que tanto la diferenció de sus homólogas extranjeras? ¿Por qué la psicología se expandió en buena parte del mundo como una disciplina científica con pretensiones de objetividad, mientras que en la Argentina se convertía en una disciplina de la subjetividad? ¿Qué pasó en nuestro país con las psicologías llamadas científicas, que luego de orientar los pasos de los fundadores de las carreras desaparecieron casi por completo durante más de tres décadas? ¿Cuáles fueron las condiciones que permitieron la entrada del psicoanálisis en la universidad y en las instituciones del sistema de salud? ¿Cuáles fueron las causas y las consecuencias de su largo reinado, tanto en el plano académico como en el profesional?
Es claro que todos estos interrogantes, que no son de por sí originales, no podrían ser respondidos por una sola persona ni en un único libro. No obstante, he tratado de abordarlos a partir de una hipótesis más general, según la cual la “excepción cultural francesa” sería susceptible de contribuir a la comprensión de la “excepción psicológica argentina”. Según esa hipótesis, el tipo de desarrollo que tuvieron las disciplinas psi en el período 1942-1966 puede entenderse más fácilmente en la medida en que se lo sitúe en el marco de procesos de más largo alcance, ligados a la importancia que ha tenido la recepción del pensamiento francés en nuestro país.
Anclao en París
El hecho de privilegiar la relación entre París y Buenos Aires para pensar “la invención” del psicólogo en la Argentina implica que hubo ideas que se transmitieron, que circularon entre esas dos capitales. Hubo textos que se leyeron, que se recepcionaron y tuvieron sus efectos. En todo caso, protagonistas como Enrique Pichon-Rivière, José Bleger y Oscar Masotta, al privilegiar a autores como Daniel Lagache, Georges Politzer y Jacques Lacan, no iban a hacer más que transitar por una vía que, en nuestro país, ya tenía una larga historia.
Sin embargo, habría que precisar que la lectura de un texto, realizada o no en un país periférico, nunca es una copia fiel del original. La operación de lectura no implica una reproducción pasiva, sino una apropiación activa, que interpreta el modelo a partir de la situación particular en la que se halla el lector. Por ejemplo, la recepción argentina de la obra de Lagache incorporó una dimensión que no existía en absoluto en la obra de ese autor. En nuestras tierras, esa forma francesa de entender la conducta debió articularse a su vez con una concepción inglesa del inconsciente, derivada de las ideas de Melanie Klein. En ese sentido, si bien se ha dicho muchas veces que la Argentina es un espejo de Europa, habría que agregar que se trata de un espejo singular y caprichoso, que deforma todo aquello que refleja según su propia perspectiva.
* Psicólogo e historiador. Texto extractado del libro Entre París y Buenos Aires. La invención del psicólogo (1942-1966), de reciente aparición (ed. Paidós).